En el aeropuerto de Changi, su sonrisa a lo lejos: tan nueva, tan de viejos conocidos.
En la noche de asfixia tropical fluyen sus palabras en español: quebradas, quietas, huidizas, exactas y llenas de interrogantes, inauguran un nuevo rio en la geografía singapurense.
Bajo la luna cercenada en su costado derecho, baila sobre los ecos de capoeira, mientras la suave brisa de Rio de Janeiro me alcanza en el estrecho de Malaca.
Es mi hermoso virgilio Hokien que me guía por las diez cortes del infierno Taoista; es mi hermana Sook Ching Limpieza, que lava sus faldas manchadas de sangre; es el espíritu de las guerras pasadas que me enseña invasiones japonesas en bicicleta; es el ave del paraiso que se posa en la canela salvaje mientras susurra poemas, es el último muchacho en pantalones cortos y todavía impregnado de sueños eróticos.
La frenética danza de dos narices: Un beso esquimal robado en Holland Village.
Dos despedidas: Un abrazo silencioso, midiendo nuestros cuerpos tal y como encajamos nuestras palabras; y un beso en la mejilla, frente al taxi en la autopista, un beso tan anhelado y tan exiguo, tal como mis dias en Singapur.
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